Jorge Javier Romero Vadillo
12/06/2025 - 12:02 am
¿Dónde quedó la oposición?
El problema de fondo es que no hay intereses organizados que defiendan con claridad un orden institucional diferente. Nadie parece estar realmente dispuesto a pelear por un Estado regido por reglas universales, por tribunales imparciales, por una burocracia profesional, por una economía basada en competencia, por servicios públicos garantizados.
En México la oposición se ha vuelto enclenque. Fuerzas que parecían sólidas, como el PAN, han mostrado su fragilidad congénita: aunque sigue siendo el principal partido opositor, muchos de sus cuadros no tienen empacho en mudarse a Morena si eso les permite mantener cuotas, posiciones o contratos. El PRI es ya apenas un cascarón en vías de extinción, cuyos operadores de siempre se sienten perfectamente cómodos en la nueva coalición con aspiraciones hegemónicas. Movimiento Ciudadano ha intentado construir un discurso diferenciador, pero sus éxitos locales dependen de su capacidad para atraer maquinarias políticas que lo mismo han servido al PAN que al PRI y que mañana podrían jurar lealtad a Morena sin el menor conflicto ideológico. No es un problema de discurso ni de estrategia, sino de intereses: no hay actores con suficiente fuerza o convicción para sostener una alternativa organizada frente al nuevo partido dominante.
Morena ha ocupado con eficacia apabullante el espacio que antes tenía el PRI: el centro natural de la negociación del poder. No representa un proyecto de país, ni encarna una opción ideológica. Es una maquinaria de integración oportunista de actores que buscan posicionarse, conservar sus privilegios o acceder a nuevos. Es el lugar más eficaz para negociar cuotas, candidaturas, contratos, canonjías, protección, impunidad.
Por eso vemos ahí a operadores políticos de todos los colores como peces en el agua. Viejos priistas que habían sido desplazados, cuadros panistas reconvertidos, liderazgos locales de la izquierda, todos encuentran en Morena un espacio amplio, generoso, sin exigencias doctrinales ni compromisos democráticos. La única condición es la lealtad al liderazgo presidencial y la disposición a sumarse a la lógica del reparto.
Morena ha recreado las condiciones de operación del viejo régimen de acceso limitado. El Estado vuelve a ser el botín a repartir entre grupos que negocian su lugar en la pirámide del poder. Por eso les gusta tanto hablar de pueblo, no de ciudadanía. Lo que cuenta es la disciplina, no las convicciones. La estructura partidista se diluye en coaliciones locales de intereses que se reacomodan según la ocasión. Como en los mejores tiempos del PRI, lo relevante es con quién negocias y qué controlas. La afinidad ideológica o ética es irrelevante.
La debilidad de la oposición es, en el fondo, un problema estructural. No existen intereses sociales suficientemente cohesionados y con vigor para confrontar a Morena desde fuera de su lógica. Los grandes grupos empresariales entendieron rápido que podían arreglarse directamente con López Obrador, y ahora lo hacen con su sucesora. La defensa de sus negocios no pasa por organismos reguladores fuertes, ni por tribunales imparciales. Como en los viejos buenos tiempos del PRI, basta con una interlocución directa para mantener los privilegios. Les resulta más eficaz el acuerdo personal que la competencia bien regulada y los tribunales imparciales. Por eso no se han opuesto con seriedad a la captura del Poder Judicial.
El movimiento obrero independiente desapareció en México desde la década de 1930. Las dirigencias corporativas, enganchadas al régimen, suplantaron la representación auténtica de los intereses laborales. Durante la transición democrática no se tocó esa estructura. Los viejos sindicatos se acomodaron con facilidad en el nuevo orden y ahora se sienten igual de cómodos en el nuevo–viejo arreglo. Las reformas laborales que prometían democratización sindical se quedaron en promesa. Simulación sobre simulación. Los liderazgos siguen atornillados a los cargos, la representatividad es una farsa, y los trabajadores organizados no tienen canales reales de exigencia ni de negociación.
Las clases medias inconformes no cuentan con mecanismos efectivos de agregación de intereses. No tienen manera de construir partidos nuevos, con las reglas restrictivas de registro. Y entre los sectores populares, la representación no opera como una defensa de derechos universales, sino como una intermediación personalizada para acceder a recursos escasos, aunque bien se sabe que la representación clientelista no sirve para transformar las condiciones de los sectores subordinados, sólo para reproducir su dependencia. La demanda por justicia se reduce a una demanda por protección particular. Por eso, en lugar de exigir instituciones que los defiendan, muchos prefieren un intermediario que les consiga algo, lo que sea.
La manera de ejercer el gasto social ha sido clave en este esquema. En lugar de derechos garantizados, el régimen ofrece transferencias directas, administradas por operadores pagados con recursos públicos, que actúan como agentes de lealtad y control. Se construyó así una red paralela de clientelismo moderno, disfrazado de política social. No hay empoderamiento, hay subordinación.
Eso no significa que hayamos regresado del todo al régimen de partido único. Como documentó esta semana José Woldenberg, todavía existe competencia electoral. Hay pluralismo formal. Pero el sistema de partidos se ha convertido en una pasarela de operadores que buscan refugio donde se reparten los beneficios. La pluralidad no responde a la existencia de proyectos alternativos de Estado, sino a los equilibrios entre maquinarias locales de intermediación. No se trata de representar intereses sociales amplios, sino de garantizar espacios de decisión para pequeños clanes políticos, empresarios influyentes o líderes clientelares.
El Estado de acceso abierto que empezamos a construir en la última década del siglo pasado, con reglas comunes, instituciones imparciales y derechos exigibles, se está desmoronando. Los actores que lo impulsaron en su momento se han reacomodado. Muchos de quienes fueron clave en el proceso de democratización hoy militan, abiertamente o por omisión, en la restauración del régimen de acceso restringido. El arbitraje impersonal ha sido sustituido por la discrecionalidad centralizada. La ciudadanía ha quedado en minoría.
Morena representa la forma siempre dominante de hacer política en México. No porque tenga mayoría social inquebrantable, sino porque ha logrado cooptar los espacios donde se organizan y negocian los intereses. Como en el viejo PRI, todos caben, mientras acepten las reglas del juego: lealtad al poder, obediencia a la consigna, disposición a subordinarse. Así, en Yucatán gobierna un panista con estilo panista, cuadros panistas y políticas panistas… pero bajo el cobijo de Morena. En otros estados pasa lo mismo con viejos caciques priistas. Las etiquetas importan poco. Lo que cuenta es la captura del botín.
El problema de fondo es que no hay intereses organizados que defiendan con claridad un orden institucional diferente. Nadie parece estar realmente dispuesto a pelear por un Estado regido por reglas universales, por tribunales imparciales, por una burocracia profesional, por una economía basada en competencia, por servicios públicos garantizados. Las elites que podrían hacerlo prefieren negociar. Los ciudadanos que lo desean no tienen cómo articularse. La lógica de los privilegios particularistas ha vuelto a imponerse.
El clima internacional que empujó la transición también se ha diluido. Hoy predomina la reacción, el miedo, el repliegue. Y el nuevo régimen ha sido hábil para apropiarse del discurso popular mientras protege, con eficacia, a los privilegiados de siempre. Todo ha cambiado para que todo vuelva a funcionar como antes. Sólo que ahora con propaganda intensiva, transferencias mensuales y una legalidad trastocada.
Los contenidos, expresiones u opiniones vertidos en este espacio son responsabilidad única de los autores, por lo que SinEmbargo.mx no se hace responsable de los mismos.
más leídas
más leídas
opinión
opinión
destacadas
destacadas
Galileo
Galileo