Leopoldo Maldonado
30/05/2025 - 12:01 am
La escalada represiva de Bukele
Los ojos de la comunidad internacional deben estar puestos en este momento clave en El Salvador. Ruth López debe ser liberada de inmediato, las amenazas contra El Faro deben cesar y la represión contra quienes protestan pacíficamente debe parar. La Ley de Agentes Extranjeros debe ser derogada antes de que termine de destruir el espacio cívico salvadoreño. También es urgente poner fin a un régimen de excepción que ha dejado en la zozobra a miles de familias.
El Gobierno de Nayib Bukele atraviesa un momento clave en su deriva autoritaria. A la detención arbitraria de Ruth López, abogada de la organización Cristosal, y las amenazas de detención contra periodistas de El Faro, se suma ahora una ola de represión contra manifestantes pacíficos, la aprobación de una Ley que asfixia a organizaciones civiles, la renuncia de su propio comisionado de derechos humanos y el resurgimiento de acusaciones de pactos con pandillas. No estamos ante hechos aislados. Estamos ante un patrón claro de consolidación del autoritarismo.
Ruth López fue detenida el 18 de mayo por denunciar violaciones sistemáticas de derechos humanos bajo el régimen de excepción. Su organización, Cristosal, ha documentado cientos de casos de tortura, detenciones ilegales y desapariciones. Su encarcelamiento, sin el debido proceso, no sólo es una injusticia: es una advertencia a toda la sociedad civil. “El que denuncia, será silenciado”.
Poco antes, se conocieron órdenes de captura contra periodistas de El Faro, el medio que más ha revelado los entresijos del poder en El Salvador: desde la corrupción estatal hasta negociaciones secretas con pandillas. La escalada contra este importante medio independiente coincide con la exposición de testimonios directos de líderes pandilleros sobre pactos del Gobierno con el crimen organizado.
A comienzos de mayo, la tensión social en El Salvador aumentó cuando se cerró una vía clave que conecta el oriente y occidente del país. La reacción del Gobierno fue ofrecer transporte público gratuito por una semana, pero lo hizo sin consultar ni coordinar con los transportistas. Como era de esperarse, esto generó caos: hubo demoras, confusión y molestias generalizadas entre los usuarios.
Lejos de escuchar las quejas, el Gobierno respondió con mano dura. Ordenó la detención de 16 transportistas y les imputó delitos que no se sostienen legalmente. Lo más grave ocurrió días después, cuando uno de los transportistas arrestados murió bajo custodia policial. Aunque aún no se conoce la causa de su muerte, el caso se suma a cientos de denuncias por torturas y malos tratos en los centros de detención del país, muchos de ellos saturados desde que se implementó el régimen de excepción. Según organizaciones civiles, ya se han registrado más de 85 mil detenciones arbitrarias y cerca de 400 muertes en custodia, sin que hasta ahora se hayan investigado de forma seria ni transparente.
El 12 de mayo, la represión escaló. Más de 300 familias de la comunidad El Bosque, en Santa Tecla, se manifestaron pacíficamente en las inmediaciones de la residencia presidencial para pedir una solución al desalojo que enfrentan. En lugar de diálogo, el Estado respondió con fuerza desproporcionada. Por primera vez se desplegó a la Policía Militar —que no tiene autorización legal para encargarse de la seguridad ciudadana— junto con la Unidad de Mantenimiento del Orden (UMO). La protesta terminó con golpes, empujones, uso excesivo de la fuerza y la detención arbitraria de dos líderes comunitarios: el defensor ambiental Alejandro Henríquez y el pastor José Ángel Pérez.
A partir de ello, y bajo acusaciones infundadas de que los manifestantes eran movilizados por “ONG izquierdistas y globalistas”, el bukelismo lanzó un nuevo instrumento de represión: la Ley de Agentes Extranjeros. Esta norma, que obliga a organizaciones que reciben fondos internacionales a registrarse como “agentes” y pagar un impuesto confiscatorio, es calcada de la que usó Daniel Ortega para desmantelar la sociedad civil en Nicaragua. Su objetivo no es la transparencia, sino el silenciamiento. Quieren organizaciones sumisas o, de plano, inexistentes.
La renuncia del comisionado presidencial para los derechos humanos, Andrés Guzmán, en medio de este contexto, es reveladora: el Gobierno ya ni siquiera pretende maquillar su talante represor ante el mundo.
Los ojos de la comunidad internacional deben estar puestos en este momento clave en El Salvador. Ruth López debe ser liberada de inmediato, las amenazas contra El Faro deben cesar y la represión contra quienes protestan pacíficamente debe parar. La Ley de Agentes Extranjeros debe ser derogada antes de que termine de destruir el espacio cívico salvadoreño. También es urgente poner fin a un régimen de excepción que ha dejado en la zozobra a miles de familias.
Resulta curioso —pero poco sorprendente— cómo el Diputado morenista (y empresario) Arturo Ávila resultó ser el proveedor de carros militares para el Gobierno de Bukele. Se podrá decir que es precisamente en los negocios donde no caben los discursos ampulosos e ideologizados. Pero no nos engañemos: tal vez con diversos matices, los proyectos políticos autoritarios son lo que son, aunque se autodenominen de izquierda o de derecha. Por eso es que el bukelismo y un importante personaje del morenismo tienen tantas cosas en común. Porque, en el fondo, lo que buscan los proyectos antidemocráticos es concentrar el poder, al costo que sea.
Hoy es El Salvador. Mañana puede ser cualquier otro país donde el poder decida que la verdad estorba.
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